Un Hombre
que se parecía
a Orestes
Alvaro Cunqueiro
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La niebla abandonaba lentamente la plaza. Se podía ver ya la alta torre de la ciudadela sobre
los rojos tejados, y las golondrinas salían de sus nidos, dejándose caer con las alas abiertas pata el
primer vuelo matinal. En una casa frente al palacio, una mujer abrió una ventana, se asomó y tiró a
la calle unas flores marchitas. Un labriego con un azadón al hombro, montado a mujeriegas y a pelo
en un asno ruano, cruzó la plaza en dirección a la puerta del Palomar, la más baja de todas, casi un
postigo, empedrada de chapacuña a la portuguesa, y la única que siempre estaba abierta y sin
guarda.
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